El pan. Alda Merini

El pan me ha inspirado siempre. Su leyenda nace después de la guerra, cuando era difícil encontrar pan blanco.

Ahora hay quien lo tira como si fuera basura. Y, sin embargo, era emblema de la sabiduría, del hogar. La comunión se hacía con pan mojado en vino, para la ley judía significaba «convite de comunidad», cenáculo de adeptos. Y de pan se nutría el viandante que había de llevar la buena nueva casa por casa.

También está el pan de la cultura. Mucha gente tiene hambre de cultura y a muchos les falta el pan. De saciar los estómagos se encargan los grandes, sobre todo los grandes editores. Con frecuencia he indagado cómo nacen esas vagas tristezas: quizás, casi con certeza, de hambre de cultura y de la sed de saber que el hombre tiene.

Me vienen a la memoria los conventos, donde el pan se racionaba, los manicomios, donde el pan se desterraba, y mi madre que cada mañana metía en mi cartera una hogaza de pan recién horneada que había de durar todo el día.

Pan bañado en aceite, que se comía despacio para que durara más, pan desmigajado entre las sábanas durante los momentos de máxima tensión. El pan de los enamorados y el pan del perdón: la mirada mojada en el pan de todos los días. Decía Mussolini: «Amad el pan, la alegría del hogar». Y fue así, al igual que un invitado autoritario, que entró y salió de nuestras bocas como fuente de inspiración. (Alda Merini; La vida fácil. Silabario; Trama editorial, pag. 122-123)