Una caminata no vale para otra cosa que para hacer maravillosas las horas. No aporta nada en términos económicos o a nivel profesional, pero es pródiga en lo relativo al descubrimiento de uno mismo y en intensidad de momentos vividos. Nos remite a la pura generosidad de la vida sin más justificaciones. Frecuentemente nuestros actos cotidianos están desprovistos de todo valor aparte de su estricta utilidad. No tienen un más allá que los lleve a ser considerados bajo otra mirada. La contemplación de un amanecer o una puesta de sol, el descubrimiento de ciertos paisajes, la vista de un acantilado, de un peñasco, de un lago cuyo reflejo se aproxima poco a poco, o incluso ese sentimiento de libertad que guía su avance en el camino, le dan al caminante la sensación de un reencuentro con el cosmos, de una inmersión en un mundo abierto de nuevo. Del mismo modo que el espacio se carga de una sacralidad difusa, el tiempo de la caminata es un tiempo aparte, aislado de las obligaciones, un momento de excepción vivido con intensidad y posiblemente grabado a fuego en la memoria, en el cual se puede experimentar un conocimiento del mundo alrededor, que se va desvelando a medida que avanza. (David Le Breton; Caminar la vida. La interminable geografía del caminante; Siruela, pag. 19-20)
Con nuestro paseo-caminata de hoy por Arroletza, Tellitu y Sasiburu, los paseantes de los martes cerramos nuestro quinto ciclo. Más de 130 paseos disfrutando de la compañía y la naturaleza cercana. Esta misma semana, el 2 de mayo empezaremos el sexto ciclo a lo grande.
Hoy hemos escogido uno de los paseos cercanos que más nos gusta por las vistas que nos regala y por el entorno que nos acoge.
Disfrutar, además, de los conocimientos de Jose sobre el entorno y sus detalles es un regalo añadido.
Preciosa jornada.