Arreglar flores. May Sarton

Disfruto de amigas apasionadas y cuidadosas con las flores que nos permiten también disfrutar a nosotros y gozar con su belleza.

Ayer parte de la cuadrilla comimos juntos y disfrutamos de una agradable sobremesa.

Antes de comer, mientras íbamos llegando, M. y MJ. disfrutaron y yo con ellos de cómo había ido evolucionando ese espacio verde y colorido.

Ello me ha traído a la cabeza y al recuerdo este texto de May Sarton. Va por ellas.

Arreglar flores es como escribir en cuanto es el arte de elegir. Entre el rico material que requieren los enunciados no todo se puede utilizar. Así como uno intenta una palabra y luego otra, junta una frase para luego separarla, del mismo modo uno arregla las flores. Es un trabajo apasionante que requiere de una vista descansada y una mano firme. Cuando crees que lo tienes logrado, de repente se viene abajo y al final te parece o demasiado tupido o que ralea. Necesita otro tono de rosa fuerte o necesita blanco. El blanco en un ramo de flores hace en parte lo que el negro en la pintura, sirve de fondo. Actúa como catalizador para todos los colores. Pasada esa primera hora, he agotado mi «energía visual» por un tiempo, lo mismo que después de tres horas en la mesa de escribir el filo empieza a desaparecer, el filo crítico. Una de las cosas que la jardinería hace por mí es proporcionarme una manera de descansar sin aburrirme. Un día repartido entre escribir por la mañana y el jardín por la tarde es un día bien equilibrado; es posible mantener lo que podría llamarse el tono perfecto, la conciencia total, durante muchas horas de ese día. Y la jardinería es tan rica en placeres sensuales que apenas noto su soledad.

Flores y plantas son presencias silenciosas, nutren todos los sentidos excepto el oído… aunque esa sutil observadora que es Elizabeth McCelland escribió una vez sobre la «creación» de los tulipanes que incluso el oído puede participar. ¡Qué placer tocar el capullo afelpado de una amapola, o coger el pétalo aterciopelado de una rosa, o sentir la ola de dulzor agrio de un macizo de peonías al pasar! Uno no puede comerse estas delicias, pero de vez en cuando cojo dos o tres frambuesas cuando estoy trabajando o mastico una hoja de menta o una ramita de perejil. Las plantas no hablan, pero su silencio está vivo al cambiar.

Porque las alegrías que proporciona un jardín están vivas. Son conmovedoras. El ruido de la primera manzana al caer le está alertando al corazón de que se aproxima uno de los grandes cambios de estación; cuando la peonía del lago de los cisnes de repente deja caer todos sus pétalos en un montón de nieve, es hora de despedirse hasta el próximo junio. Pero para entonces el delphinium ya está en camino, y las lilas… las flores anuncian sus cambios a través de un ciclo largo, un ciclo que se renovará. Y eso es lo que a menudo olvida el jardinero. Nosotras envejecemos cada año, pero no el jardín; él cada primavera renace. (May Sarton; Anhelo de raíces; Gallo Nero, pag. 126-127)

Envejecer. Kim Hye-jin

Envejecer es ir dejando de hacer una por una las cosas que nos gustan.

[…]

Me preocupa lo que me pasará cuando llegue el momento en que no pueda valerme por mí misma. Es decir, lo que a mí me inquieta no es la muerte sino la vida. Muy tarde me di cuenta de que, de una forma u otra, no me queda más remedio que soportar esta desolación mientras viva. Quizás no se trate tanto de un problema de la vejez, sino, como dicen, de un problema de esta época (Kim Hye-jin; Sobre mi hija; Las afueras, pag. 10 y 24)

Envejecer. Sándor Márai

Uno envejece poco a poco, primero envejece su gusto por la vida, por los demás, ya sabes, todo se vuelve tan real, tan conocido, tan terrible y aburridamente repetido… Eso también es la vejez. Cuando ya sabes que un vaso no es más que un vaso. Y que un hombre no es más que un hombre, un pobre desgraciado, nada más, un ser mortal, haga lo que haga… Luego envejece tu cuerpo, no todo a la vez, no, primero envejecen tus ojos, o tus piernas, o tu estómago o tu corazón. Envejecemos así, por partes. Más tarde, de repente, empieza a envejecer el alma: porque por muy viejo y decrépito que sea ya tu cuerpo, tu alma sigue rebosante de deseos y de recuerdos, busca y se exalta, desea el placer. Cuando se acaba el deseo de placer, ya sólo quedan los recuerdos, las vanidades, y entonces sí que envejece uno, fatal y definitivamente. (Sándor Márai; El último encuentro; Salamandra, pag. 170-171)

Envejecer

Envejecer es aprender a perder.

Asumir, todas o casi todas las semanas, un nuevo déficit, una nueva degradación, un nuevo deterioro. Así es como yo lo veo.

Y ya no hay nada en la columna de las ganancias.

Un día ya no puedes correr, ni caminar, ni inclinarte, ni agacharte, ni levantarte, ni estirarte, ni encorvarte, ni darte la vuelta de un lado, ni del otro, ni hacia delante, ni hacia atrás, ni por la mañana, ni por la noche, ni nada de nada. Solo puedes conformarte, una y otra vez.

Perder la memoria, perder los referentes, perder las palabras. Perder el equilibrio, la vista, la noción del tiempo, perder el sueño, perder el oído, perder la chaveta.

Perder lo que te han dado, lo que te has ganado, lo que te merecías, aquello por lo que luchaste, lo que pensabas que nunca perderías.

Readaptarse.

Reorganizarse.

Apañárselas.

No darle importancia.

No tener ya nada que perder.

Al principio son nimiedades. Luego la cosa se acelera.

Pues una vez que empiezan, pierden sin remisión. A carretadas.

Pierden todo lo que puede perderse.

Y saben que, a pesar del esfuerzo ‒del combate diario que empieza cada vez de cero‒, a pesar de la buena voluntad, no pierden nada por esperar. (Delphine de Vigan; Las gratitudes; Anagrama, pag. 129-130)