Vacío. Delphine de Vigan

A veces conviene aceptar el vacío que deja la pérdida.

Renunciar a la distracción. Aceptar que ya no hay nada que decir.

Permanecer sentado, a su vera.

Cogiéndola de la mano.

Nos quedamos así. Michka cierra los ojos y yo dejo pasar el tiempo. Noto como la palma de su mano se calienta en la mía. Me parece ver en su rostro una sombra de serenidad. (Delphine de Vigan; Las gratitudes; Anagrama, pag. 133)

Vejez. Delphine de Vigan

Al cabo de unos minutos entra una mujer a traerle la merienda. Un zumito de manzana con una pajita y un pastelito envuelto en un plastiquito. Igual que en el centro de mayores.

Eso es lo que te espera, Michk: pasos cortos, cantidades pequeñas, meriendas frugales, salidas breves, visitas rápidas. Una vida reducida, menguada, pero perfectamente ordenada. (Delphine de Vigan; Las gratitudes; Anagrama, pag. 31-32)

Envejecer

Envejecer es aprender a perder.

Asumir, todas o casi todas las semanas, un nuevo déficit, una nueva degradación, un nuevo deterioro. Así es como yo lo veo.

Y ya no hay nada en la columna de las ganancias.

Un día ya no puedes correr, ni caminar, ni inclinarte, ni agacharte, ni levantarte, ni estirarte, ni encorvarte, ni darte la vuelta de un lado, ni del otro, ni hacia delante, ni hacia atrás, ni por la mañana, ni por la noche, ni nada de nada. Solo puedes conformarte, una y otra vez.

Perder la memoria, perder los referentes, perder las palabras. Perder el equilibrio, la vista, la noción del tiempo, perder el sueño, perder el oído, perder la chaveta.

Perder lo que te han dado, lo que te has ganado, lo que te merecías, aquello por lo que luchaste, lo que pensabas que nunca perderías.

Readaptarse.

Reorganizarse.

Apañárselas.

No darle importancia.

No tener ya nada que perder.

Al principio son nimiedades. Luego la cosa se acelera.

Pues una vez que empiezan, pierden sin remisión. A carretadas.

Pierden todo lo que puede perderse.

Y saben que, a pesar del esfuerzo ‒del combate diario que empieza cada vez de cero‒, a pesar de la buena voluntad, no pierden nada por esperar. (Delphine de Vigan; Las gratitudes; Anagrama, pag. 129-130)

La perdurabilidad de la pena. Delphine de Vigan

Pero lo que me sigue sorprendiendo, lo que me alucina incluso, lo que aún hoy ‒tras más de diez años de práctica‒ me deja a veces sin aliento, es la perdurabilidad de las penas infantiles. La huella ardiente, incandescente, que dejan a pesar de los años. Una huella indeleble.

Miro a mis viejos, tienen setenta, ochenta, noventa años, me cuentan recuerdos antiguos, me hablan de épocas lejanas, ancestrales, prehistóricas, sus padres murieron hace quince, veinte, treinta años, pero el dolor del niño que fueron sigue ahí. Intacto puedo leerlo en sus caras y escucharlo en sus voces, apreciar a simple vista cómo palpita en sus cuerpos, en sus venas. (Delphine de Vigan; Las gratitudes; Anagrama, pag. 114-115)

Las palabras duelen. Delphine de Vigan

Pero las palabras duelen, ¿sabes? Los insultos, las ofensas, el sarcasmo, las críticas, los reproches dejan huella. Una huella imborrable. Y esa mirada que juzga, buscando el punto débil. Y las amenazas. Todo eso hace mella, ¿sabes? Luego cuesta recobrar la confianza en uno mismo. Volver a quererse. (Delphine de Vigan; Las gratitudes; Anagrama, pag. 160)

Dar las gracias. Delphine de Vigan

¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces al día dais las gracias? Gracias por la sal, por la puerta, por la información.

Gracias por el cambio, por el pan, por el paquete de tabaco.

Unas gracias de cortesía, de conveniencia, automáticas, mecánicas. Casi huecas.

A veces tácitas.

A veces demasiado enfáticas: Gracias a ti. Gracias por todo. Infinitas gracias.

Gracias de verdad.

Unas gracias profesionales: Gracias por su respuesta, por su atención, por su colaboración.

¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda.

¿A quién?

¿Al profesor que os abrió la puerta al mundo de los libros? ¿Al joven que intervino cuando os agredieron en la calle? ¿Al médico que os salvó la vida?

¿A la vida misma? (Delphine de Vigan; Las gratitudes; Anagrama, pag. 11-12)

El otro. Delphine de Vigan

Pero déjame decirte una cosa más antes de que tomes una solución: eso es lo que cuenta, lo que cuenta al fin y al cabo.

‒¿A qué te refieres? ‒A que por primera vez empecé a esmerarme en alguien, quiero decir alguien que no fuera yo. Eso lo cambia todo, Marie. Tener miedo por otro, otro que no seas tú. No sabes la suerte que tienes. (Delphine de Vigan; Las gratitudes; Anagrama, pag. 77)

Decir lo que se siente. Delphine de Vigan

Uno piensa que tendrá tiempo de decir las cosas, y cuando se quiere dar cuenta ya es demasiado tarde. Uno piensa que basta con dar muestras de cariño, con hacer gestos, pero no es verdad, hay que decir lo que se siente. Decir, esa palabra que tanto te gusta, Mickka. Las palabras son muy importantes, no hace falta que te lo diga a ti, que fuiste correctora para una importante revista, si no me equivoco.

‒¿Qué te gustaría decir?

‒¡Y yo qué sé! Dos o tres cosas a modo de despedida… «Ha sido genial», «Me ha encantado haberte conocido», «Todo un honor», «Un placer», «Buen viaje hacia lo desconocido», «Mucha suerte en el más allá», «Gracias por todo», ¡yo qué sé! O quizá, sencillamente…, estrecharte entre mis brazos ‒Pues adelante. (Delphine de Vigan; Las gratitudes; Anagrama, pag. 162-163)

Trabajo con las palabras y el silencio. Delphine de Vigan

Soy logopeda. Trabajo con las palabras y con el silencio. Con lo que no se dice. Trabajo con la vergüenza, con los secretos, con los remordimientos. Trabajo con la ausencia, con los recuerdos que ya no están y con los que resurgen tras un nombre, una imagen, un perfume. Trabajo con el dolor de ayer y con el de hoy. Con las confidencias.

Y con el miedo a morir.

Forma parte de mi oficio.

Pero lo que me sigue sorprendiendo, lo que me alucina incluso, lo que aún hoy ‒tras más de diez años de práctica‒ me deja a veces sin aliento, es la perdurabilidad de las penas infantiles. La huella ardiente, incandescente, que dejan a pesar e los años. Una huella indeleble. Miro a mis viejos, tienen setenta, ochenta, noventa años, me cuentan recuerdos antiguos, me hablan de épocas lejanas, ancestrales, prehistóricas, sus padres murieron hace quince, veinte, treinta años,  pero el dolor del niño que fueron sigue ahí. Intacto. Puedo leerlo en sus caras y escucharlo en sus voces. (Delphine de Vigan; Las gratitudes; Anagrama, pag. 114-115)