Tiempo profundo. Robert Macfarlane

La geología propone retos explícitos a nuestra comprensión del tiempo, hace temblar nuestro concepto del aquí y ahora. La vivencia imaginaria de lo que el escritor John McPhee llamó memorablemente «tiempo profundo» ‒la idea de que el tiempo no se subdividía en días, horas, minutos y segundos, sino en millones o en miles de millones de años‒ aplasta el instante humano, lo reduce a una oblea. Al considerar las inmensidades del tiempo profundo, afrontamos de una forma exquisita a la par que espantosa el derrumbe total del presente, comprimido hasta la nada por la presión de pasados cuya dimensión somos incapaces de concebir. Es un espanto tan físico como cerebral, porque reconocer que la dura piedra de una montaña es vulnerable al desgaste del tiempo supone, necesariamente, reflexionar sobre la fugacidad atroz del cuerpo humano.

Pese a todo, la contemplación del tiempo profundo tiene además un elemento curiosamente estimulante. Uno comprende que no es más que un destello en los proyectos más grandes del universo, cierto. Pero también compensa saber que uno existe; por insólito que parezca, uno existe. (Robert Macfarlane; Las montañas de la mente; Random House, pag. 55-56)

La percepción de la montaña. Robert Macfarlane

A lo largo de tres siglos tuvo lugar una revolución tremenda en la mentalidad occidental respecto a la percepción de la montaña. Las características que antaño nos hicieran vilipendiarla ‒la escarpada topografía, la desolación, el peligro‒ se convirtieron en sus más preciadas cualidades.

Tan drástica fue esta revolución que, al considerarla ahora, resulta evidente una gran verdad: que nuestra respuesta al paisaje está condicionada en gran medida por la cultura. Es decir, cuando contemplamos un paisaje, no vemos lo que hay, sino principalmente lo que creemos que hay. Atribuimos al paisaje cualidades que no posee intrínsicamente ‒decimos que es salvaje, por ejemplo, o inhóspito‒, y lo valoramos en consecuencia. En otras palabras, leemos el paisaje, lo interpretamos a la luz de nuestra experiencia y cultura propias, y de la memoria cultural compartida.

[…] Así pues, las montañas son en realidad producto de una colaboración entre la forma física del mundo y la imaginación humana: las montañas de la mente. (Robert Macfarlane; Las montañas de la mente; Random House, pag. 30)

Las montañas nos preparan para creer en las maravillas. Robert Macfarlane

En el fondo, las montañas, como todo paisaje agreste, ponen en tela de juicio nuestra acomodaticia convicción ‒en la que tan fácilmente incurrimos‒ de que el mundo ha sido creado por y para el ser humano. Casi todos nosotros existimos la mayoría del tiempo en mundos dispuestos a la medida humana, compartimentados y controlados. Se nos olvida que existen entornos que no responden al arbitrio de un interruptor o al giro de un marcador telefónico, y que poseen su propio ritmo y orden de existencia. Las montañas corrigen esa amnesia. Hablándonos de fuerzas superiores a nuestras posibilidades de control y enfrentándonos a lapsos de tiempo superiores a los que somos capaces de imaginar, las montañas refutan el exceso de confianza que padecemos en lo hecho por la mano del hombre. Nos plantean cuestiones profundas sobre nuestra perdurabilidad y sobre la importancia de nuestras ideas. Nos inducen, supongo, a la modestia.

Las montañas también remodelan la comprensión de uno mismo, de los propios paisajes interiores. La lejanía del ámbito de la montaña ‒su rudeza y su belleza‒ puede proporcionarnos una valiosa y honda perspectiva de las regiones más conocidas y mejor cartografiadas de nuestra propia vida. Pueden reorientarnos y reajustar nuestros puntos de apoyo. Por su vastedad y su intrincada naturaleza, las montañas amplían y comprimen simultáneamente la mentalidad individual, le dan conciencia de su propia extensión y alcance inconmensurables y, al mismo tiempo, de su propia pequeñez.

En última instancia, y muy importante, las montañas aceleran nuestro sentido de lo admirable. El auténtico beneficio de las montañas no es que nos propongan un reto o una competición, algo que haya que superar y dominar (aunque es la razón por la que muchos se han acercado a ellas). Es que ofrecen una cosa más amable e infinitamente poderosa: nos preparan para creer en las maravillas, tanto si se trata de los oscuros remolinos que forma el agua bajo una capa de hielo como si es el tacto de los suaves tepes de musgo que nacen en la cara de sotavento de los peñascos y los árboles. Estar en la montaña reaviva nuestra capacidad de asombro ante las operaciones más sencillas del mundo físico: un copo de nieve que pesa la millonésima parte de una onza al caer en la palma extendida, la paciente labor de zapa del agua que excava un reguero en una pared de granito, el movimiento aparentemente inmotivado de una piedra en una barranca de paredes de piedra suelta. Tocar con las manos las protuberancias y huecos de la roca por la que ha pasado un glaciar, oír la vida que cobra una colina con el agua corriente después de un chaparrón, ver la luz de finales de verano inundando kilómetros de paisaje como un líquido inagotable…, ninguna de estas vivencias es trivial. Las montañas nos devuelven la capacidad impagable de maravillarnos, que la existencia moderna es capaz de marchitar sin la menor sensibilidad, y nos instan a aplicar esa capacidad a nuestra propia vida cotidiana. (Robert Macfarlane; Las montañas de la mente; Random House, pag. 282-284)