Los humanos empezamos a estar tan alejados de la naturaleza que cada día se nos agudiza el conflicto entre nuestro ser cultural y el animal que somos. Hace unos meses paseaba por el parque del Retiro con mis perras, una de ellas de tamaño grande y con el pelo a rodales blancos y negros, cuando un niño de unos cuatro o cinco años la señaló transido de emoción y exclamó: “¡Mira, papá, una vaca!”, mientras su progenitor enrojecía de vergüenza. El proceso de culturización nos ha dado mucho, pero también nos enajena. Y no sólo nos sucede a nosotros: los perros, que llevan viviendo con los humanos al menos 15.000 años (aunque hay restos paleontológicos que hablan de 33.000 años), a veces son tan tontos, instintivamente hablando, que llegan a beber de un cubo con lejía, por ejemplo.
En cuanto a nosotros, hace mucho que nos hemos atontado completamente con respecto al mundo natural. En realidad, es como estar ciegos y sordos, además de un poco paralíticos (cada vez nos movemos menos, con el consiguiente incremento de la obesidad, la diabetes, la hipertensión…).